VULNERANT OMNES, ULTIMA NECAT
Algo pirroniano, sin duda estoico, a la postre epicúreo es el buen amigo que me recordaba hace poco un adagio que campa bajo el reloj de algunos campanarios medievales.
Así es, todas las horas hieren, desgastan la vida, dejan sentir sus punzadas (vulnerant omnes), como agujas de reloj que se nos clavan, cuando el carillón canta cada una de las veinticuatro horas del día y nos recuerda que ha de llegar la postrera (ultima necat): “todas hieren, la última mata”.
Deben de ser las cosas del otoño, la estación de lo transitorio, de la fugacidad y de la melancolía, lo que nos hace proclives a tales pensamientos.
Sobre este asunto de la melancolía escribía Robert Burton, en Oxford, allá por los inicios del siglo XVII:
No hay ser viviente que esté al abrigo de esta predisposición a la melancolía, nadie tan estoico, tan sabio, tan generoso, tan piadoso y religioso que pueda defenderse de ella; nadie tan perfectamente equilibrado que en uno otro momento no se resienta más o menos de sus punzantes efectos. La melancolía, así entendida, es propia del mortal
(Anatomía de la melancolía, parte I, section 1, miembro 1, subdivisión 5, sobre “La predisposición a la melancolía, así llamada erróneamente, y las ambigüedades del término”, la traducción es mía a partir de la versión francesa en Folio, Gallimard 2005, magnificamente presentada y anotada por Gisèle Venet)
En los versos de apertura de su obra, el teólogo y medico inglés decía en sus estribillos que nada hay tan dulce, triste, amargo, maldito, áspero ni divino como la melancolía.
Inmunes
Sin embargo, hay ciertos seres con los que nos cruzamos a diario, colocados en parques y plazas con ánimo de permanencia, para quienes las campanas no dan las horas y en quienes la melancolía no hace mella.
Por ello, al hilo de este otoño que se nos va escurriendo entre los dedos y como reconocimiento a la impávida presencia de esos parapetos que el arte opone a la melancolía, escribo unas estrofas y comparto las imágenes que las inspiran.
La joven y la flor
Aquellas tardes de gloria,
aquellos oros,
a nuestros pies,
del cielo ya caídos,
tejen un manto
de millones de obleas,
efímeros vestigios
del ciclo de la vida.
Crepúsculos fabulosos,
de su fulgor depuestos,
trenzan una guirnalda
a la inmortal doncella,
que, absorta en una flor,
ignora el otoño de cobre
y el humus infinito
que renueva la tierra.
Ataraxia
En otro barrio, en otra plaza de Gotemburgo, bien nombrada la Viloplatsen (la plaza del descanso), encuentro a otro impasible
Me pregunto adónde iría, antes de quedarse aquí para siempre
El peregrino extasiado
Se detuvo un verano
bañado de sudor
a disfrutar la umbría.
Quizás se acuclillase
a observar un insecto
sobre la hierba fresca.
Para sentir la brisa
se debió despojar
de su sucia camisa.
La hora era propicia
y el cansancio invitaba
a quedarse desnudo.
Como ya anochecía
se recostó en el prado
y se estiró a placer.
Después no se ha movido,
las estaciones pasan
y él escruta el cielo.
Malicia
En otro rincón de sombras, una venus calipigia no se sabe si se desviste o se viste, si se cubre o descubre, espiada por los gnomos, los ávidos trolls de las florestas escandinavas.
Sea como sea, la mirada de esta ninfa de los bosques nos invita a que, al menos por un rato, nos dejemos de melancolías.
