No, no es una falta de ortografía inadvertida. De hecho, antes de iniciar este artículo me han asaltado varias dudas, pues todavía no se ha reposado la polvareda de la polémica que ha enfrentado a lingüistas y académicos con quienes promueven las denominadas “guías de estilo para un uso no sexista del lenguaje”. Mientras se sigue discutiendo si en la gramática hay sexo o sólo género y otras cuestiones de sociología del lenguaje, no quería yo añadir más leña al fuego.
Así que he optado por escribir “las continentes”, en lugar de “los continentes”. Con ello no me refiero a las mujeres que practican la virtud de la continencia, sino que trato de ser coherente con los nombres de África, América, Asia, Europa y Oceanía, pues los continentes, aunque son de género masculino, se denominan con nombres que todos imaginamos femeninos. Digo “imaginamos” porque el Diccionario de la Academia no dice nada al respecto, ya que, en principio, los nombres geográficos no tienen género. En cualquier caso la fuente de “las cinco partes del mundo” de la plaza de Järntorget en Gotemburgo parece reforzar este imaginario: sus cinco personificaciones son mujeres.
A lo que íbamos: en Gotemburgo hay una hermosa fuente que desde 1927 preside el ajetreo cotidiano de lo que en castellano se traduce como “la plaza de hierro”. El cuerpo principal es de granito y hierro colado. Las figuras son de bronce. Es obra del escultor Tore Strindberg. Se debe a una donación del fondo que a su muerte dejó Charles Felix Lindberg, un comerciante de coloniales y de carbones, un mecenas, natural de Gotemburgo, que legó un gran capital para el embellecimiento de la ciudad. Era un hombre bajito y con sombrero, si nos atenemos a la estatua que le representa en la plaza que lleva su nombre, obra de Jan Steen.
La herencia de Lindberg hizo posible el magnífico jardín botánico de Gotemburgo, otros importantes parques y varias plazas y esculturas, entre ellas la que se ha convertido en un símbolo de la ciudad, delante de la fachada el Museo de Bellas Artes, el Poseidón de Carl Miles
Pero, volvamos a la fuente de la que hablamos hoy. Representa las cinco partes del mundo en estilo simbolista, con perfiles exóticos, respondiendo al imaginario europeo de la época en relación con los prototipos de mujer, sobre todo de la mujer indígena y misteriosa. No olvidemos que estamos hablando de los años veinte del siglo pasado.
Así pues, nada de representar África como un guerrero masai o un tuareg. No, el imaginado, inmenso y misterioso continente africano, para los europeos de la época, lo encarnaba mejor una hermosa joven que sostiene una calabaza seca, que se supone encierra esencias tropicales ignotas. De ahí a la imagen de la sierva o de la esclava desnuda hoy nos parece que no hay más que un paso, pero la cultura de la época era otra.
Por entonces, el imaginario de lo africano hacía furor en el arte europeo, desde que Picasso lo incorporara a sus “señoritas de Avignon”. Las exposiciones universales de una época colonial e industrialista, imbuida de complejos de superioridad, llevaban años presentando visiones exóticas y paternalistas de las sociedades primitivas.
América no es pues el guerrero sioux o un campesino andino, ni un caudillo de la independencia americana, sino una nativa de perfil a lo “pocahontas “.
Paradojas del simbolismo: esta mujer, sentada sobre los restos de algún monumento maya, sostiene la estatua de la Libertad, que, como es bien sabido, fue esculpida por un artista francés.
Sólo Asia se presenta parcialmente vestida, adornada con un complejo tocado, en el que destaca una especie de estatuilla budista, mientras sostiene entre sus dedos un ramo florido.
Los rasgos de su rostro son una simbiosis que va desde las estepas de Mongolia a las selvas de Indochina. Se sienta con la postura del loto sobre un nenúfar gigante. Con el gesto de su mano derecha parece invitarnos a la meditación.
Europa se acomoda sobre los restos de un capitel jónico, que bien podrían ser las páginas de un grueso libro, y arregla con gesto coqueta su peinado ático.
Es una joven narcisista que se mira a sí misma en el espejo -¿mágico?- interrogándose, como la madrastra de Blancanieves, por su propia identidad. ¿Obedece así al adagio que aconseja “nosce te ipsum”? En realidad, como Sísifo subiendo incansable su piedra, Europa siempre está interrogándose sobre sí misma.
¿Y qué decir de esa hermosa pero lejanísima Oceanía, sólo vestida de su cinturón y sus collares de semillas? Ensimismada, a la escucha de los ecos del mar guardados en las espirales de una caracola, apenas siente los movimientos de una gran tortuga que la transporta por los mares australes.
¿Acaso aguarda a que los trallazos vibrantes de las velas de un galeón colonial, en arribo a sus remotas playas, se sobrepongan al estruendo de las olas?
Podría tratarse del barco que, con el viento en popa, afronta a los monstruos marinos para enlazar Gotemburgo con las Indias Orientales, corona la fuente de “las cinco continentes” y simboliza impávido la historia del proceso de mundialización, que durante siglos ha dado prosperidad a los países occidentales y que ahora se la cuestiona.
Puede que en la mente del escultor, esa nave sea el emblema del comercio intercontinental que hizo la fortuna de Charles Gustav Lindberg. Su hijo Charles Felix Lindberg (Göteborg 1840-1909) fue el mecenas que hizo posible la obra, aunque a éste le correspondería más bien uno de aquellos poderosos clippers del siglo XIX o incluso un buque de vapor.
A mí me parece hoy que el barco a velas desplegadas podría también ser el emblema del lenguaje, la primera tecnología que al inventarse nos hizo humanos y que vuela con el aire, ajeno a polémicas de lingüistas y sociólogos.
Lo que pasa es que, como todas las tecnologías de la prehistoria y de la historia, como el palo que sirve para apoyarse al andar o para apalear, o como las velas, que han servido para surcar los mares y descubrir mundos o para transportar esclavos, las lenguas, los seres humanos, en nuestra insanable ambigüedad, sabemos usarlas para liberar, educar, razonar, pacificar o dignificar, pero también, por desgracia, nos las ingeniamos en emplearlas para estigmatizar, manipular, tergiversar, arengar o aniquilar.
No conozco ninguna guía de estilo que pueda cambiar eso.
